El prestigioso crítico cinematográfico de la revista TRIUNFO primero y el diario EL PAÍS, fue uno de los primeros críticos en hacer referencia al doblaje de películas y, en su caso, como fuerte detractor de esta práctica y partidario del doblaje en versión original. Aquel pensamiento, no obstante, no logró convencer al Gobierno UCD que tenía miedo de enfurecer a un público acostumbrado a ver las películas en su idiomas y la presión de las productoras internacionales que sabían que parte de su éxito se debía a que las películas se emitieran en castellano.
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OJO CON EL DOBLAJE
Es cierto que el cine español, fundamentalmente desde el famoso decreto «protector» de noviembre de 1977, está amenazado seriamente. Es cierto también, como varios grupos parlamentarios opinan, que son necesarias medidas drásticas, definitivas y generales que acaben con esa crisis y, por tanto, con la amenaza de amordazar tan importante medio de cultura. Es cierto, en fin, que no se trata de una broma ni de la protesta alegre de unos profesionales, prácticamente en paro.Sin embargo, en ocasiones se proponen medidas cuya eficacia puede ser discutible. En los últimos días, por ejemplo, se ha vuelto a plantear la posibilidad de exigir la supresión del doblaje para películas extranjeras, reservando así la comprensión de los diálogos castellanos a películas españolas o latinoamericanas. Sería esta una forma de devolver al cine español lo que era suyo antes de 1941. Fue en aquel año cuando se decidió implantar el doblaje como medio patriótico de «defensa del idioma español» a semejanza de decretos similares dictados en Italia por Mussolini. La medida no sólo afectó al cine, sino, como se sabe, a nombres de establecimientos públicos y a nombres propios que no fueran castellanos: «Entre los objetivos concretos de la gran misión hispánica reservados al cine, ninguno más trascendental, ninguno de necesidad más inmediata y apremiante que el de conservar la pureza del idioma castellano en todos los ámbitos del imperio hispano», decía la revista Primer Plano, en su edición del 5 de septiembre de 1941, según recoge el historiador Román Gubern en su excelente trabajo de Un cine para el cadalso.
Es sabido que la medida perjudicó notablemente al cine español, aunque no sólo a él. También las películas extranjeras se vieron adulteradas en su pureza original al recibir voces que no correspondían a las de los protagonistas, recibiendo como complemento un más eficaz medio de censura que está en la memoria de todos. Baste recordar el famosísimo caso de Mogambo, donde un matrimonio era convertido en pareja de hermanos para impedir el adulterio; El puente de Waterloo, donde una prostituta se traducía a actriz, o Arco de Triunfo, donde Ingrid Bergman pronunciaba un castellanísimo «sí» mientras movía negativamente la cabeza. Fueron muchos los títulos tergiversados por el doblaje, incluso hasta muy recientemente. La censura no descansó jamás y aún está por ver si el caso de El crimen de Cuenca será un hecho aislado provocado por la precipitación de funcionarios proyectores de la cultura, tal como reza el ministerio para el que trabajan, o, por el contrario, el primer paso de una cadena imparable.
La polémica en torno al doblaje es ya antigua y, como se ve, el afán de hacerlo desaparecer no ha estado exento de razón. Más bien al contrario. No obstante, una eliminación radical del doblaje situaría al público cinematográfico español en una difícil tesitura. Si desde los cuarenta es habitual en las pantallas españolas, obvio es que existe un público acostumbrado a él, un público que no ha atravesado jamás las puertas de las salas de «arte y ensayo», o como se llamen ahora, ni está seguramente dispuesto a esforzarse, de la noche a la mañana, en leer letreros inesperados.
Estamos naturalmente hartos de la colonización cultural extranjera. Tenemos razón cuando protestamos por la muerte de nuestro cine y la consiguiente de libertad de importación de títulos foráneos. Estamos cansados de conocer tanto y tanto detalle sobre las características de cualquier habitante de cualquier escondido rincón de Estados Unidos e ignorar, como contrapartida, las vicisitudes de nuestros paisanos. Pero ello no tiene tanto que ver con el doblaje. Creo que hay que buscar soluciones a la provocada impotencia del cine español por caminos distintos. El público, en definitiva, tiene derechos adquiridos, y cualquier medida que le impida acceder, como hasta ahora, al conocimiento del cine extranjero (que también nos imperto, claro está, aunque no en la proporción en que lo consumimos) puede acarrear su dimisión de las salas cinematográficas, con lo que, en definitiva, también el cine español se vería perjudicado.
En otros países de civilización democrática más antigua y quizá más real existe la posibilidad de elegir la misma película en versión original o doblada (lo que en España, por mor de las licencias de importación, no es aún posible). Gradualmente, por tanto, quizá pudiera llegarse a la adulta situación de que los propios espectadores eligieran o no los subtítulos. Pero no por decretos-leyes, no por decisiones unilaterales, que son precisamente los que desde hace años han impedido la existencia de un cine español continuado, maduro y rentable. Desgraciadamente es más que probable que quienes tienen capacidad resolutiva sobre el cine español encuentren antes soluciones brillantes, pero artificiosas, que las que realmente importan; es decir, las que afecten a la infraestructura económica de nuestro cine, a los posibles intereses creados y a una organización definitivamente sólida, no sujeta ya a caprichos y vaivenes tanto de funcionarios como de quienes creen ver continuamente amenazados sus importantes intereses en nuestro país; soluciones estas que precisan de mayor rigor y no pueden orientarse, por tanto, en un atentado contra el público. Parece peligroso destruir de sopetón las características culturales del cine que vemos en España, por mucho que el origen de las mismas se encuentre en disposiciones dictadas por una ideología trasnochada y grotesca.
Diego Galán